“Que grande, señores, y qué plausible debe ser para todo argentino este día consagrado por la nación para festejar el primer acto de soberanía popular, que ejerció este gran pueblo en mayo del célebre año 1810! ¡y cuán glorioso es para los hijos de Buenos Aires haber sido los primeros en levantar la voz con un orden y una dignidad sin ejemplo! No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente constituidas, sino para suplir la falta de las que, acéfala la nación, habían caducado de hecho y de derecho. No para rebelarnos contra nuestro soberano, sino para conservarle la posesión de su autoridad, de que había sido despojado por un acto de perfidia. No para romper los vínculos que nos ligaban a los españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos en disposición de auxiliarlos con mejor éxito en su desgracia. No para introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al abismo de males en que se hallaba sumida la España. Estos, señores, fueron los grandes y plausibles objetivos del memorable cabildo del 22 de mayo de 1810 cuyo acto debería grabarse en láminas de oro para honra y gloria eterna del pueblo porteño. Pero ¡ah! … ¡Quién lo habría creído! Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo, no menos que de lealtad y fidelidad a la nación española y a su desgraciado monarca, un acto que ejercido en otros pueblos de España con menos dignidad y nobleza, mereció los mayores elogios, fue interpretado en nosotros malignamente como una rebelión disfrazada por lo que debieron haber agotado su admiración y gratitud para corresponderlo dignamente. Y he aquí, señores, otra circunstancia que realza sobremanera la gloria del pueblo argentino, pues que ofendidos con tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos de muerte por el gobierno español, perseveramos siete años en aquella noble resolución, hasta que cansados de sufrir males sobre males… nos pusimos en manos de la Divina Providencia, y confiando en su infinita bondad y justicia tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos declaramos libres e independientes de los Reyes de España, y de toda otra dominación extranjera”
En IRAZUSTA, Julio: Tomás M. de Anchorena, Buenos Aires, Huemul, 2da.Ed., 1962, pp.31-32.
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