En general, los hispanoamericanos no se suelen hacer cargo de que lo mismo su afrancesamiento espiritual, que su sentido secularista del gobierno y de la vida, que su afición a las ideas de la Enciclopedia y de la Revolución son herencia española, hija de aquella extraordinaria revisión de valores y de principios que se operó en España en las primeras décadas del siglo XVIII y que inspiró a nuestro gobierno desde 1750. Y es que los libros escolares de Historia no suelen mostrarles que las ideas y los principios son antes que las formas de gobierno.
Los principios han de ser lo primero, porque el principio, según la Academia, es el primer instante del ser de una cosa. No va con nosotros la fórmula de "politique d'abord", a menos que se entienda que lo primero de la política ha de ser la fijación de los principios. Aunque creyentes en la esencialidad de las formas de gobierno, tampoco las preferimos a sus principios normativos. La prueba la tenemos en aquel siglo XVIII, en que se nos perdió la Hispanidad. Las instituciones trataron de parecerse a las de mil seiscientos. Hasta hubo aumento en el poder de la Corona. Pero nos gobernaron en la segunda mitad del siglo masones aristócratas, y los que se proponían los iniciados, lo que en buena medida consiguieron, era dejar sin religión a España.
La impiedad, ciertamente, no entró en la Península blandiendo ostensiblemente sus principios, sino bajo la yerba y por secretos conciliábulos. Durante muchas décadas siguieron nuestros aristócratas rezando su rosario. Empezamos por maravillarnos del fausto y la pujanza de las naciones progresivas: de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de las plumas y colores de Versalles. Después nos asomamos humildes y curiosos a los autores extranjeros, empezando por aquel Montesquieu que tan mala voluntad nos tenía. Avergonzados de nuestra pobreza, nos olvidamos de que habíamos realizado, y continuábamos actualizando, un ideal de civilización muy superior a ningún empeño de las naciones que admirábamos. Y como entonces no nos habíamos hecho cargo, ni ahora tampoco, de que el primer deber del patriotismo es la defensa de los valores patrios legítimos contra todo lo que tienda a despreciarlos, se nos entró por la superstición de lo extranjero esa enajenación o enfermedad del que se sale de sí mismo, que todavía padecemos.
Mucho bueno hizo el siglo XVIII. Nadie lo discute. Ahí están las Academias, los caminos, los canales, las Sociedades económicas de los Amigos del País, la renovación de los estudios. Embargados en otros menesteres, no cabe duda de que nos habíamos quedado rezagados en el cultivo de las ciencias naturales, porque, respecto de las otras, Maritan estima como la mayor desgracia para Europa haber seguido a Descartes en el curso del siglo XVII, y no a su contemporáneo Juan de Santo Tomás, el portugués eminentísimo, aunque desconocido de nuestros intelectuales, que enseñaba a su santo en Alcalá. El hecho es que dejamos de pelear por nuestro propio espíritu, aquel espíritu con que estábamos incorporando a la sociedad occidental y cristiana a todas las razas de color con las que nos habíamos puesto en contacto. Ahora bien, el espíritu de los pueblos está constituido de tal modo, que, cuando se deja de defender, se desvanece para ellos.
No vimos entonces que la pérdida de la tradición implicaba la disolución del Imperio, y por ello la separación de los pueblos hispanoamericanos. El Imperio español era una Monarquía misionera, que el mundo designaba propiamente con el título de Monarquía católica. Desde el momento en que el régimen nuestro, aun sin cambiar de nombre, se convirtió en ordenación territorial, militar, pragmática, económica, racionalista, los fundamentos mismos de la lealtad y de la obediencia quedaron quebrantados. La España que veían, a través de sus virreyes y altos funcionarios, los americanos de la segunda mitad del siglo XVIII, no era ya la que los predicadores habían exaltado, recordando sin cesar en los púlpitos la cláusula del testamento de Isabel la Católica, en que se decía: "El principal fin e intención suya, y del Rey su marido, de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la Santa Fe Católica a los naturales", por lo que encargaba a los príncipes herederos: "Que no consientan que los indios de las tierras ganadas y por ganar reciban en sus personas y bienes agravios, sino que sean bien tratados". No era tampoco la España de que, después de recapacitarlo todo, escribió el ecuatoriano Juan Montalvo: "¡España, España! Cuanto de puro hay en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos".
Esta no es la doctrina oficial. La doctrina oficial, premiada aún no hace muchos años con la más alta recompensa por la Universidad de Madrid en una tesis doctoral, la del doctor Carrancá y Trujillo, afirma solemnemente que: -"Por la índole de su proceso histórico, la independencia iberoamericana significa la abnegación del orden colonial, esto es, la derrota política del tradicionalismo conservador, considerado como el enemigo de todo progreso". Pero que este proyecto haya podido sancionarse, después de publicada en castellano la obra de Mario André "El fin del Imperio español en América", no es sino evidencia de que, con el espíritu de la Hispanidad, se ha apagado entre nosotros hasta el deseo de la verdad histórica.
La guerra civil en América
La verdad, aunque no toda la verdad, la había dicho André: "La guerra hispanoamericana es guerra civil entre americanos que quieren, los unos la continuación del régimen español, los otros la independencia con Fernando VII o uno de sus parientes por Rey, o bajo un régimen republicano". ¿Pruebas? La revolución del Ecuador la hicieron en Quito, en 1809, los aristócratas y el obispo al grito de ¡Viva el Rey! Y es que la aristocracia americana reclamaba el poder, como descendientes de los conquistadores, y por sentirse más leal al espíritu de los Reyes Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX. "No queremos que nos gobiernen los franceses", escribía Cornelio Saavedra al virrey Cisneros en Buenos Aires, en 1810. Montevideo, en cambio, se declaró casi unánimemente por España. Se exceptuaron los franciscanos, cuyo convento hizo formar a los soldados el gobernador Elío. ¿Por qué cruzó los Andes el argentino San Martín? Porque los partidarios de España recibían refuerzos de Chile. Pero desde 1810 hasta 1814 España, ocupada por las tropas francesas, no pudo enviar fuerzas a América. Y, sin embargo, la guerra fue terrible en esos años en casi todo el continente. ¿Quienes peleaban en ella, de una y otra parte, sino los propios americanos?
El 9 de julio de 1816 proclamó la independencia argentina el Congreso de Tucumán. De 29 votantes eran 15 curas y frailes. El Congreso, se inclinaba también a la Monarquía. Lo evitó el voto de un fraile. En cambio, los clérigos de Caracas se pusieron al principio de la lucha al lado de España. Verdad que la pugna por la independencia había sido iniciada en Venezuela por un club jacobino. Los llaneros del Orinoco pelearon al principio con Boves por España, después con Paéz por la independencia. Luego el gobierno de Caracas, como muchos otros gobiernos americanos, juró solemnemente con el cargo "defender el misterio de la Inmaculada concepción de la Virgen María Nuestra Señora". Ya en 1816, el general Morillo, a pesar de estar persuadido de que: "La convicción y la obediencia al Soberano son la obra de los eclesiásticos, gobernados por buenos prelados", había aconsejado enviar a España a los dominicos de Venezuela. ¿Y en Méjico? Si el movimiento de 1821 triunfó tan fácilmente fue porque se trató de una reacción: "Contra el parlamentarismo liberal dueño de España, desde que, tras las revoluciones militares iniciadas por Riego, Fernando VII fue obligado a restablecer la Constitución de 1812". Los tres últimos virreyes y las cuatro quintas partes de los oficiales españoles de guarnición en Méjico eran masones.
La situación está pintada por el hecho de que Morillo, el general de Fernando VII, era volteriano, y Bolívar, en cambio, aunque iniciado en la masonería cuando joven, proclamaba en Colombia el 28 de septiembre de 1827, que: "La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza". Y en su mensaje de despedida dirigió al nuevo Congreso esta recomendación suprema: "Me permitiréis que mi Ultimo acto sea el recomendaros que protejáis la Santa Religión que profesamos, y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo". Esta historia no se parece a la que los españoles e hispanoamericanos hemos oído contar. Pero André la ha sacado del Archivo de Indias y de documentos originales, y ello no muestra sino que la historia está por rehacer. Durante los largos años de la revolución por la independencia, algunos políticos y escritores hispanoamericanos, propagaron, como arma de guerra la leyenda de una América martirizada por los obispos y virreyes de España. Como su partido resultó vencedor, durante todo el siglo XIX se continuó propalando la misma falsedad y haciendo contrastes pintorescos entre "Las tinieblas del pasado teocrático y las luminosidades del presente laico". Lo más grave es que un historiador tan serio como César Cantú, había escrito sobre la conquista de Nueva Granada, no obstante existir, desde 1700, la curiosísima historia, ahora reeditada del dominico Alonso de Zamora, que: "Los pocos indígenas que sobrevivieron se refugiaron en las Cordilleras, donde no les podían alcanzar ni los hombres, ni los perros, y allí se mantuvieron muchos siglos hasta el momento -momento que la Providencia hace llegar más pronto o más tarde- en que los oprimidos pudieron exigir cuentas de sus opresores". Verdad que en otro tomo de su historia se olvida de su bonita frase y reconoce que en Nueva Granada había a principios del siglo XIX unos 390.000 indios y 642.000 criollos, además de 1.250.000 mestizos, que no vivían seguramente fuera del alcance de los hombres y de los perros.
Ramiro de Maetzu